Fragmento del libro: “El cuerpo nunca miente”. Alice Miller. (2004)
[…] No saben cómo les han influido los malos tratos, no saben cuánto han sufrido por ellos, ni quieren saberlo. Consideran que aquello se hizo por su bien.
Tampoco en las guías de autoayuda ni, en general, en la bibliografía sobre la asistencia terapéutica se detecta una inclinación clara en favor del niño. Al lector se le aconseja que abandone el papel de víctima, que no acuse a nadie del desbaratamiento de su vida, que sea fiel a sí mismo para conseguir liberarse del pasado e, incluso, que mantenga buenas relaciones con sus padres. En estos consejos percibo las contradicciones de la pedagogía venenosa y de la moral tradicional. Veo también en ellos el peligro de abandonar al niño en otros tiempos atormentado por su confusión y su sobreesfuerzo moral, con lo que tal vez nunca pueda convertirse en adulto.
Pues hacerse adulto significaría dejar de negar la verdad, sentir el dolor reprimido, conocer racionalmente la historia que el cuerpo ya conoce emocionalmente, integrar esa historia y no tener que reprimirla más. Que luego el contacto con los padres pueda o no mantenerse dependerá de las circunstancias. Pero lo que sí debe terminar es la relación enfermiza con los padres interiorizados de la infancia, esa relación a la que llamamos amor, pero que no es amor y que está compuesta de distintos elementos como la gratitud, la compasión, las expectativas, las negaciones, las ilusiones, el miedo, la obediencia y el temor al castigo.
He dedicado mucho tiempo a estudiar por qué algunas personas consideran que sus terapias han sido un éxito y otras, pese a décadas de análisis o terapias, siguen atascadas en sus síntomas sin poder librarse de ellos. He constatado que, en todos los casos que acabaron positivamente, las personas pudieron librarse de la relación destructiva del niño maltratado cuando contaron con un apoyo que les permitió desvelar su historia y expresar su indignación por el comportamiento de sus padres. Esas personas, de adultas, pudieron organizar sus vidas con mayor libertad sin necesidad de odiar a sus padres. Pero no pudieron hacerlo aquellos que en sus terapias fueron exhortados a perdonar creyendo que el perdón conllevaría un éxito curativo. Éstos quedaron aprisionados en la situación del niño pequeño que cree que quiere a sus padres, pero que en el fondo se deja controlar y (en forma de enfermedades) se deja destruir por los padres que ha tenido interiorizados toda su vida. Semejante dependencia fomenta el odio que está reprimido pero que, no obstante, sigue activo y empuja a agredir a inocentes. SÓLO ODIAMOS CUANDO NOS SENTIMOS IMPOTENTES. […]